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A pesar de que han pasado ya casi siete años desde que el régimen talibán fue derrocado por la fuerzas de coalición lideradas por EE.UU., tras más de seis años de dominio en Afganistán, las mujeres afganas siguen siendo sometidas por la ley patriarcal firmemente arraigada en el país. Las propias mujeres destacan que sus esperanzas con respecto a los derechos básicos no han sido realizadas. Y es que pese a ciertas mejoras, desde la caída del régimen calificado por la ONU como el más misógino del planeta a finales de 2001, una dominante atmósfera de miedo persiste para las mujeres involucradas en política y en los derechos de la mujer.

“Las mujeres son convertidas en blancos por desafiar los roles tradicionales de la mujer en la sociedad” se reflejó en el informe presentado por Human Rights Watch titulado “Entre la Esperanza y el Miedo: Intimidación y Amenazas Contra Mujeres en la Vida Pública”. Según dicho informe, las periodistas, activistas y funcionarias del gobierno denunciaron amenazas de muerte, persecuciones y ataques por hablar públicamente sobre temas delicados de los derechos de la mujer, entre ellos el divorcio. “A través de intimidación y ataques armados, facciones seguidoras de caudillos locales, los talibanes y otras fuerzas insurgentes forzaron el cierre de proyectos relativos al desarrollo de la mujer que proveían la tan necesitada educación, salud, conciencia cívica y formación laboral a mujeres y niñas”. De estas palabras se denota que numerosos aspectos que habían sido impuestos y mediante los cuales se negaban a las mujeres y niñas los derechos civiles básicos permanecen inalterables: el 97% de las mujeres afganas da a luz en sus casas porque tienen prohibido consultar a médicos varones y apenas existen doctoras, sufren violencia doméstica, altos índices de analfabetismo y muchas como consecuencia de la guerra son viudas y se ven obligadas a prostituirse para poder sacar a sus familias adelante. Tanto es así que no son pocas las que optan por el suicidio para escapar de esa realidad.

Ante esta crítica situación, los Estados Unidos, la OTAN y otros actores internacionales deberían tomar acción inmediata y decisiva para cumplir con sus compromisos de promover los derechos de la mujer en Afganistán. Sin embargo, todos hacen oídos sordos a la llamada de las afganas y solo se fijan en el burka que fue justamente una de las banderas de la aventura belicista impulsada por George Bush en 2001. “El burka es muchas cosas, pero también una metáfora del abis­mo cultural entre el llamado mundo árabe y Occidente y del que sólo se conoce la epidermis” exponía Elizabeth Drévillon en un artículo para El Correo de la UNESCO. Como hemos visto, las mujeres de Afganistán sufren mucho más que un burka: “Tienen hambre, carecen de escue­las para sus hijos, de médicos y hasta de agua -dice Drévillon-, sus hombres mueren como moscas en una guerra que aún no terminó, por mucho que Washington diga lo contrario, y que desangra una tierra seca que antes fue próspera y que ahora, entre lo poco que tiene, figuran enormes campos de cultivo de droga. Desde que abandoné esa tierra no dejo de preguntarme quién es el que tiene el burka puesto”.

Por lo tanto, aunque en teoría ciertas mejoras se han aplicado en Afganistán hay aun mucho camino por recorrer. “El régimen talibán ya no está -dice Suraya Dalil, una médica afgana que participa en la Iniciativa Maternidad Segura, de UNICEF-, pero su muro sigue en pie”.